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Redacción
Martes, 14 de Enero de 2020
Astronomía

Consecuencias de los impactos cósmicos en la Tierra

El choque de la Tierra contra un asteroide o cometa errante es quizá el posible episodio catastrófico más conocido. Esto no es extraño, puesto que ya ha ocurrido en el pasado, siendo uno de los más frecuentes en la Historia.

 

Nuestro mundo y el resto de los planetas evolucionan en órbitas estables y tranquilas alrededor de nuestra estrella, pero el Sistema Solar contiene también una considerable población de residuos procedentes de su época de formación, o como resultado de colisiones, que en ocasiones pululan demasiado cerca de nosotros y pueden producir impactos cósmicos.

 

Los más peligrosos componentes de esta facción son aquellos que cruzan la órbita de la Tierra. El primero se descubrió hace 60 años y desde entonces no han dejado de aparecer nuevos candidatos para protagonizar un encuentro mortal. En realidad, no son muchos, ya que la mayor parte de los objetos que podían haber chocado contra la Tierra ya lo han hecho durante la larga historia del sistema planetario (como prueba la craterizada faz de la Luna).

 

Ahora bien, aunque nuestra casa ha “barrido” su órbita de escombros, dejándola casi libre, siempre existe la posibilidad de que cuerpos exteriores sean perturbados por la gravedad de otros planetas y que sus nuevas trayectorias los lleven hasta aquí.

 

Hoy en día sabemos que los impactos cósmicos han afectado a la historia geológica de la Tierra (uno de ellos, gigantesco, probablemente dio lugar a la Luna) y han jugado un papel en la aparición de la vida (los cometas han traído agua a la superficie terrestre, y quizá los elementos orgánicos necesarios para ella). Pero si los impactos pudieron ser una vez beneficiosos para la evolución del planeta, ahora serían catastróficos para la supervivencia de nuestra especie. El estudio profundo de los efectos que podrían desencadenar ha disparado todas las luces de alarma.

 

Variedad de objetos y efectos de los choques con la Tierra

 

Los objetos más pequeños (apenas unos kilogramos) suelen quemarse en la atmósfera y no llegan a tocar el suelo. Sin embargo, cuando su diámetro supera los 10 metros, se les puede empezar a considerar peligrosos. Un cuerpo en esta categoría desarrollaría una fuerza explosiva equivalente a 100 kilotones de TNT, mientras que un objeto de 100 metros de diámetro alcanzaría los 100 megatones, al nivel de las mayores bombas termonucleares. El evento de Tunguska, por ejemplo, desarrolló en 1908 unos 12 megatones y tenía unos 60 metros de diámetro. No llegó a impactar contra el suelo debido a su baja densidad, pero devastó una amplia zona. En una región habitada hubiera derribado los edificios a unos 20 kilómetros a la redonda.

 

Mucho más recientemente, unos 100 años después del suceso de Tunguska, algo parecido volvió a ocurrir en Rusia. El 15 de febrero de 2013, se produjo una explosión sobre la localidad de Chelyabinsk que fue registrada por cientos de cámaras y contemplada por miles de personas. Hasta 3.313 edificios se vieron afectados, dañándose ventanas y cristales.

 

La detonación se produjo a unos 90 kilómetros de altitud, con una potencia equivalente a 600.000 toneladas de TNT, produciendo una tremenda onda expansiva capaz de tumbar a las personas en tierra, además de producir lesiones en ojos y extremidades debido a quemaduras y cortes por rotura de cristales. Unas 1.200 personas fueron hospitalizadas.

 

Después del estallido inicial, el asteroide, de unos 20 metros de diámetro y perteneciente a la categoría de las condritas LL, se desmembró y calentó por el rozamiento atmosférico.  Algunos fragmentos tocaron el suelo, pero sólo se detectó un agujero de 7 metros de diámetro en un lago helado.

 

Para causar un cráter notable son necesarios asteroides metálicos o de piedra de más de 100 metros de diámetro. Creemos que estos llegan a la Tierra una vez cada 5.000 años (como promedio), produciendo cráteres de unos 3 kilómetros de ancho.

 

Cuando el objeto tiene entre 1 y 5 kilómetros de diámetro, las consecuencias del impacto cósmicos se vuelven desastrosas, ya que puede ocasionar cráteres diez veces su diámetro. Por fortuna, se presentan solo una vez cada 300.000 años. Además de producir una gran destrucción a nivel local, uno de estos mensajeros de muerte lanzaría una gran cantidad de polvo a la atmósfera, oscureciéndola e impidiendo el crecimiento de los cultivos a nivel mundial.

 

Más allá de los 5 kilómetros de diámetro, el impacto generaría una ola de calor que recorrería todo el planeta. Pero después la oscuridad duraría varios meses y supondría el caos. La temperatura descendería varias decenas de grados y, además, el nitrógeno de la atmósfera, quemado por la ola de calor, ocasionaría una lluvia ácida que impregnaría toda la superficie. Más adelante, con la atmósfera más transparente, sería el vapor de agua y el dióxido de carbono emitido por los incendios lo que produciría un efecto invernadero que invertiría la tendencia y elevaría las temperaturas hasta varias decenas de grados por encima de lo habitual. Es muy probable que la vida compleja no pueda soportar una presión ambiental de este tipo durante décadas.

 

El umbral de la destrucción total no es bien conocido. Sabemos, eso sí, que hace 65 millones de años un asteroide de unos 10 kilómetros de diámetro ocasionó la extinción de la mitad de las especies vivas (incluyendo los dinosaurios). No esperamos que ello ocurra con una periodicidad superior a una vez cada 10 o 30 millones de años.

 

En general, suponemos que la muerte de la población humana se produciría debido al hambre. No se sabe muy bien cómo responderían las múltiples variables de nuestra sociedad (economía, industria, comercio, estructura política...), pero cualquier desajuste traería consigo inmediatamente la interrupción de las cadenas de producción y el caos por falta de gobierno y provisiones. Probablemente baste un asteroide de unos 2 kilómetros para que su impacto implique consecuencias globales.

 

Catalogación de objetos cósmicos cercanos

 

En 1990, el Congreso estadounidense ordenó a la NASA el inicio de un programa específico en relación a los NEO (Near Earth Objects, Objetos Cercanos la Tierra). Aunque se acepta la ínfima probabilidad de que un cuerpo extraño choque contra la Tierra, las consecuencias de dicha colisión serían tan graves que se hace necesario identificar la naturaleza de este peligro y prepararse para combatirlo. El primer paso, por supuesto, es la búsqueda de todos los objetos que cruzan la órbita terrestre, aplicando para ello nuevas técnicas de observación y de determinación de sus trayectorias. El segundo, definir sistemas y tecnologías capaces de alterar dichas trayectorias o de destruir a los que las siguen.

 

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Objeto NEO observado por el telescopio VLT del ESO. (Foto: ESO)

 

Los cálculos de los científicos estiman que los asteroides o cometas de más de 1 kilómetro de diámetro son la verdadera amenaza que hay que considerar y afrontar. Un impacto de esta naturaleza se produciría una o varias veces por cada millón de años.

 

La Tierra ha conservado, a pesar de su compleja geología que enmascara las cicatrices demasiado antiguas, señales de unos 130 cráteres que van de 140 a 200 kilómetros de diámetro. Pero se sabe que los ha habido incluso más grandes, si bien su rastro ha sido borrado por la tectónica de placas y la erosión. Es decir, no estamos ante un fenómeno nuevo. El objetivo de los programas de búsqueda está siendo la identificación sistemática de asteroides y sus órbitas, para que podamos disponer de al menos algunas décadas de margen ante una eventual ruta de impacto. Los nuevos cometas, en cambio, sólo pueden ser descubiertos con un máximo de dos años de antelación ya que proceden del exterior del Sistema Solar y no tienen órbitas definidas.

 

Dicen que no hay nada peor que la ignorancia. Conociendo el número de objetos que nos amenazan, sus características y sus órbitas, podremos diseñar las herramientas adecuadas para luchar contra ellos. Por ejemplo, se habla de hacer explosionar ingenios nucleares en puntos concretos de su superficie o su interior para desviar sus trayectorias. Si esta operación se realizase con la suficiente antelación, un impulso mínimo bastaría para que las diferencias, en el punto de encuentro, se convirtiesen en razonablemente seguras.

 

Se han organizado diversos programas de catalogación de NEOs. Podemos destacar el Spaceguard de la NASA, o los Spacewatch, PCAS, PACS, AANEAS, LINEAR, NEAT, NEOWISE, LONEOS, etc. En la actualidad, se han catalogado a unos 20.000 asteroides potencialmente peligrosos para la Tierra, más un centenar de cometas de corto periodo. A menudo, alguno de sus nombres salta a la prensa como el candidato a un “choque seguro y rápido”, pero casi siempre es necesario acabar matizando las fechas proporcionadas ante la dificultad de determinar con exactitud qué ocurrirá con un determinado asteroide en el futuro. Sus trayectorias suelen ser perturbadas, complicando la predicción a largo plazo.

 

En la actualidad se ha establecido un protocolo de confirmación para que este tipo de noticias no salga a la luz pública tan pronto, sino solo después de una cuidadosa verificación por parte de observatorios y expertos alternativos. También se ha establecido la escala de Torino, una especie de escala Richter que va de 0 a 10 y que solo considera a los asteroides de tipo 8 a 10 como potenciales candidatos a un impacto. Hasta la fecha sólo se han encontrado asteroides del tipo 0 y 1. Se espera que esto mitigue la prematura aparición de noticias catastróficas en la prensa.

 

Mientras tanto, la población de asteroides y cometas del sistema solar sigue girando alrededor del Sol en rutas que se cruzan con las de los planetas. Las sondas interplanetarias han detectado cráteres recién producidos en la superficie de Marte, y sistemas fotográficos han localizado destellos de luz en la superficie lunar tras el choque de un cuerpo. Los astrónomos han sido testigos incluso del impacto de un cometa contra el gaseoso Júpiter. En resumen, el problema existe, y la Tierra no está libre de él. (Fuente: NCYT Amazings)

 

 

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