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Redacción
Martes, 21 de Enero de 2020
Climatología

Consecuencias de los desastres climáticos extremos en la Tierra

Nuestro Sol es una estrella extremadamente estable. Se trata, en efecto, de una de las pocas que parecen carecer de una clara variabilidad. Esto ha permitido que nuestro planeta haya recibido una cantidad de energía muy constante a lo largo de millones de años, siendo una de las razones por las cuales el clima terrestre es tan benévolo, tolerando la evolución de criaturas como nosotros y reduciendo al mínimo los llamados desastres climáticos derivados de su acción.

 

Sin embargo, sabemos que la Tierra ha pasado por épocas mucho más cálidas y también glaciales. Aunque no se descarta que ello sea debido a cambios orbitales o al giro del eje de rotación de la Tierra, existe alguna posibilidad de que el Sol sí sea en realidad una estrella variable, es decir, una cuyo brillo y consecuente emisión de energía aumenten o decrezcan con el paso del tiempo. En este caso, estaríamos ante un fenómeno de variabilidad de ciclo muy amplio y lento.

 

¿Qué significa esto para nosotros? Es difícil de estimar, pero el Sol podría entrar en una fase de mayor liberación de energía en un futuro próximo, o por el contrario, de disminución de esta. Si tenemos en cuenta que el clima terrestre es la suma de diversos parámetros en precario equilibrio, un cambio de esta naturaleza podría hacer que la superficie del planeta se volviese inhabitable, demasiado calurosa o fría para mantener la actual cadena alimenticia.

 

Por el momento, los astrónomos siguen estudiando el Sol, su comportamiento y su relación con la Tierra. Para empezar, sabemos que posee un ciclo de actividad de 11 años, en el que pasa de un período máximo a otro mínimo, y viceversa. Un síntoma del período de máximo solar lo tenemos en la aparición de una mayor cantidad de manchas solares (zonas oscuras relacionadas con campos magnéticos muy intensos) en su superficie, lo que a su vez influye en la luminosidad general. Si hay muchas manchas solares, esta puede disminuir hasta en un 0,3 por ciento. Además, existe un ciclo de 22 años que contempla la inversión del campo magnético. Se han propuesto otros ciclos, algunos de ellos de cientos o miles de años de duración, que podrían explicar determinados hallazgos geológicos y que no han sido todavía probados. Lo que sí parece claro es que un ciclo de largo alcance, difícil de detectar si es muy lento en sus manifestaciones, tendría mayores efectos en el clima terrestre, ya que la masa que suponen los océanos de la Tierra es un magnífico acumulador de calor, que amortigua las variaciones a corto plazo pero magnifica las demás.

 

El Sol, en todo caso, emite energía hacia la Tierra. Lo hace también en longitudes de onda perniciosas para la vida, pero siempre de forma adecuada para mantener en marcha el motor climático terrestre. Es por eso que es preciso mantener una vigilancia constante sobre la cantidad de energía (irradiación) que nos llega, como parámetro fundamental para alimentar a nuestros modelos climáticos. Si algo motivara una actividad superior o menor de nuestra estrella, nuestro instrumental detectaría de inmediato en qué medida, y podríamos calcular las consecuencias que ello tendría para el clima y la meteorología.

 

Algunos cambios en estos últimos podrían no ser del todo responsabilidad del Sol. La polución atmosférica, o algunas erupciones volcánicas, podrían estar reduciendo la cantidad de luz y energía que alcanza la superficie terrestre, y por otro lado la Tierra podría estar experimentando su propio ciclo de movimientos variables alrededor de la estrella, afectando asimismo a la insolación total, simplemente debido a la variabilidad de su cercanía con respecto al Sol.

 

Todo ello repercutiría en el clima de nuestro planeta. Más allá de experimentar sus extremos con mayor o menor suerte, en general las especies que viven en la Tierra se han adaptado a sus nichos ecológicos y a las temperaturas y grados de humedad que mejor les benefician. Cambios demasiado importantes en estos parámetros podrían ocasionar su desplazamiento forzado a mejores zonas o, en el peor de los casos, su muerte y extinción. Un clima más cálido o más frío por un cambio radical en la emisión energética del Sol traería sin duda grandes catástrofes ecológicas.

 

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(Foto: Pixabay)

 

Megasequías y megainundaciones

 

Las experimentamos en menor medida cuando se produce una gran inundación, o una sequía duradera, por ejemplo. Las inundaciones suelen ser súbitas y ocasionar graves pérdidas, muerte y desplazamientos. No sería imposible imaginar pues un clima súbitamente más cálido capaz de evaporar una mayor cantidad de agua de los océanos provocando precipitaciones dantescas en determinados puntos del mundo. No son raras inundaciones con miles de afectados en la actualidad. Una megainundación, por su parte, podría acabar con enormes enclaves urbanos, destruir campos y cosechas, contaminar el agua potable e iniciar un período de hambruna definitivo.

 

Algunas zonas del mundo están acostumbradas a precipitaciones tropicales que duran días y dejan muchos daños debido a los cientos de litros por metro cuadrado arrojados desde tormentas como ciclones o huracanes. Pero esta difícil situación no es el límite de lo posible. Si un asteroide de respetable tamaño cayese sobre un océano como el Pacífico, además de otras consecuencias que examinaremos más adelante, podría llevar a la atmósfera una cantidad de vapor de agua tan grande que implicaría lluvias torrenciales irresistibles durante semanas a escala global. No es posible gestionar tal cantidad de agua en tan escaso período de tiempo, sobre todo en las zonas bajas, que desaparecerían de la faz de la Tierra. Con la destrucción, de nuevo, de campos agrícolas, pozos de agua y diversas infraestructuras esenciales (red eléctrica, carreteras, etc.), la civilización sufriría un golpe terrible que la colocaría al borde del colapso.

 

El otro extremo, la sequía, sería igualmente peligroso, sino más. Ya ocurren con relativa gravedad, y cada vez con mayor frecuencia. Cuando pasan, pueden llevar a países enteros al hambre más absoluta, como ha pasado en zonas de Somalia, Etiopía, etc., acabando con cientos de miles y hasta millones de personas. Si ello pasara a nivel global, la escasez de alimentos y de agua provocaría sin duda guerras cruentas y el paulatino fracaso del orden mundial.

 

Un clima desbocado podría llevarnos a experimentar fenómenos no menos terribles. Los meteorólogos están detectando la aparición anual de un número creciente de huracanes y ciclones de potencia máxima. Consiguen su energía del agua cada vez más caliente de mares y océanos, y pueden desarrollarse alcanzando un poder devastador, que arrasará personas y bienes una vez completada su letal ruta por tierra firme.

 

Existe la tendencia actual, como se ha dicho, de que en una temporada determinada aparezcan un mayor número de fenómenos ciclónicos, lo cual es peligroso. Pero también está ocurriendo que estos empiezan a afectar a regiones que antes parecían inmunes a su presencia, pues se hallaban lejos de su zona de influencia. Con el calentamiento global, cada vez hay más sitios que se ponen al alcance de estas terribles tormentas.

 

Súper huracanes

 

Pues bien, algunos meteorólogos y expertos climáticos vaticinan que esto solo acaba de empezar. Se habla de súper huracanes e incluso de híper huracanes (o híper ciclones). Su magnitud será muy superior a los mayores huracanes conocidos, simplemente porque podrán obtener mucha más energía de la cada vez más cálida agua del mar, moviendo cantidades increíbles de agua y girando a velocidades de cientos de kilómetros por hora. Nada podría resistir a su poder, arrasando todo aquello que se encontrase en su camino. Y dada la cantidad de energía que arrastrarían, tardarían mucho más tiempo en desgastarse y disiparse, teniendo la oportunidad de llevar su destrucción a innumerables zonas. Los más pesimistas pronostican unas condiciones ideales para la formación de híper huracanes de forma simultánea en varios océanos del mundo, lo que podría acabar con una sustancial parte de la civilización humana (establecida sobre todo en las costas) y con muchas otras especies en el período de pocas semanas. Sin que estas condiciones cambiaran sustancialmente a corto plazo, la superficie podría quedar inhabitable durante mucho tiempo.

 

Otros desastres meteorológicos, quizá no en solitario, pero sí acompañando a otros fenómenos climáticos de gran magnitud, podrían contribuir al declive de nuestra presencia en la Tierra. Por ejemplo, podrían esperarse condiciones aptas para tremendas tormentas de granizo que serían capaces de machacar la superficie durante períodos largos. En el ejemplo anterior de un asteroide cayendo sobre el océano Pacífico y levantando columnas de vapor de agua de proporciones gigantescas, es de suponer que buena parte de dicha agua, en función de su evolución atmosférica y del nivel en el que permaneciese, podría precipitar en forma sólida, ya sea como granizo o como nieve, esta última acumulándose de forma jamás vista e iniciando una nueva era de la “Tierra bola de nieve”.

 

En el otro extremo, y quizá antes de las grandes sequías a nivel global, la Tierra podría experimentar olas de calor cada vez más intensas y duraderas, que afectarían a regiones determinadas pero que se extenderían cada vez a más lugares. Estamos hablando de períodos de tiempo durante los cuales las temperaturas alcanzarían cotas altísimas, típicas de las existentes en los desiertos terrestres, e incompatibles con la vida convencional. Las ha habido ya, incluso en Europa, y de forma reciente, matando a muchas personas en riesgo por edad o problemas médicos, pero una ola de calor más intensa (más de 40 grados de forma continuada) podría poner en peligro incluso a millones de personas sanas. Peor aún, las olas de calor son un caldo de cultivo magnífico para la generación de incendios en bosques y cultivos, que a menudo se vuelven incontrolables y que no hacen sino agravar el problema.

 

Otro fenómeno relacionado con la meteorología extrema lo tenemos en los tornados, típicos de ciertos lugares de la Tierra, y que consisten en columnas de aire que giran de forma vertiginosa, destrozando todo a su paso, y que comunican el suelo con un tipo de nube en particular (cumulonimbos o cúmulos). Habitualmente desarrollan velocidades de giro de hasta 177 kilómetros por hora y pueden alcanzar diámetros cercanos a los 100 metros. No obstante, se han localizado tornados mucho mayores, de 3 kilómetros de diámetro y girando a 480 kilómetros por hora, pudiendo moverse a lo largo de más de 100 kilómetros de tierra devastada. En un ambiente climatológico mucho más extremado que el actual, no podrían descartarse tornados aún más grandes, y por tanto peligrosos. Existen también los tornados marinos, o mangas marinas, aunque sus efectos destructivos no son tan graves pues suelen ejercer casi todo su poder sobre el mar y suelen deshacerse al tocar tierra.

 

En esencia, la civilización humana se encontraría en grave peligro ante un clima desbocado debido a un calentamiento o enfriamiento excesivos. Posiblemente pocos de los fenómenos anteriormente mencionados tendrían la capacidad por sí solos de acabar con nosotros, pero puede afirmarse que ante las condiciones adecuadas, todos ellos (huracanes, tornados, inundaciones, sequías…), podrían alcanzar una magnitud fuera de lo normal de forma simultánea y a nivel global, provocando el citado colapso. El actual equilibrio pendería de un hilo en función de determinadas circunstancias. Un mayor número de tormentas puede ocasionar un superior aparato eléctrico, y ello a su vez provocar muchos más incendios forestales, que por su parte agravarían problemas como la acumulación de gases de efecto invernadero en la atmósfera, y así sucesivamente. Cuando el equilibrio se rompe, las consecuencias pueden ser imprevisibles.

 

Próxima glaciación

 

En el otro extremo, los climatólogos saben que en el pasado de la Tierra se han producido diversas glaciaciones que han transformado el devenir de muchas especies, extinguiendo algunas y propiciando el desarrollo de otras. En estos momentos nos hallamos posiblemente en un período interglaciar, lo que implica que antes o después llegará otra glaciación, quizá antes de pasados 50.000 ó 100.000 años. Una glaciación provoca la aparición de hielos en cotas poco habituales, y ello implicaría para la Humanidad un cambio importante en la habitabilidad y explotación agraria de ciertas zonas. La población tendría que trasladarse a las zonas tropicales, pero el actual (y quizá futuro) nivel de superpoblación hace improbable tan masiva migración, lo que tendría consecuencias en la demografía y la supervivencia de los pueblos. Ahora bien, algunos científicos piensan que el ciclo natural de glaciaciones podría verse afectado por el llamado calentamiento global, que está subiendo las temperaturas por la probable acción del Hombre. Es decir, aunque las temperaturas debieran bajar de manera natural, el otro efecto las mantendría a raya. Sería necesario entonces preguntarse qué ocurriría cuando llegara el siguiente ciclo interglacial y las temperaturas naturales volvieran a subir. El salvador calentamiento global podría entonces significar el deterioro final de la civilización.

 

Y si hasta aquí hemos hablado del clima terrestre, vale la pena que mencionemos algo del clima espacial. Damos este nombre a los fenómenos solares, entre otros, que afectan al entorno terrestre, y que se visualizan en forma de auroras boreales, por ejemplo.

 

El Sol emite radiación en muy diversas formas o longitudes de onda. La luz visible es inofensiva y atraviesa la atmósfera. Una parte de la luz infrarroja también lo consigue, y nos permite notar el calor del Sol. Cierto tipo de rayos ultravioleta alcanza asimismo el suelo, poniéndonos morenos, como reacción de nuestro cuerpo ante su peligrosidad. Otros tipos de radiación no pueden atravesar la atmósfera, que actúa como un filtro. En cuanto a la materia que se desprende del Sol, partículas de alta energía y átomos, tampoco logran alcanzar la superficie debido a que están cargados y el campo magnético de la Tierra los atrapa. La magnetosfera tiene aspecto de burbuja y solo deja pasar partículas cargadas sobre los polos, donde las líneas del campo magnético se juntan, desencadenado el mencionado espectáculo de las auroras. Cuando la actividad solar se incrementa, también aumenta la llegada de partículas, y las auroras son más frecuentes. Pero si estas son más o menos inofensivas, hay otro fenómeno relacionado con el Sol que no lo es tanto.

 

Tormentas geomagnéticas

 

Las tormentas geomagnéticas se producen cuando el Sol efectúa una violenta eyección de masa coronal, por ejemplo, lo que se traduce en una onda de choque de viento solar. Cuando esta onda de choque alcanza a nuestra magnetosfera, un día después de haber salido de las proximidades del Sol, la perturba comprimiéndola, lo que permite que parte de la energía viajera sea transferida a ella. Como consecuencia de eso, se incrementan los campos eléctricos dentro de la magnetosfera y se mueven corrientes eléctricas incluso en la ionosfera.

 

Esta situación es muy peligrosa para los equipos electrónicos y eléctricos. Cuando se produce una tormenta geomagnética, los satélites artificiales pueden verse gravemente afectados, quedando incluso fuera de servicio, y las redes de distribución eléctrica, los servicios de telefonía móvil, etc., pueden sufrir interferencias de diversa índole. Este problema suele ser transitorio, pero durante el tiempo en que permanece activo puede ocasionar daños considerables en las infraestructuras. Ocurrió así en 1989, en Canadá. Más atrás, en 1859, cuando sólo se disponía del telégrafo, muchos operarios sufrieron descargas y se produjeron incendios. Los cables interactúan con los campos magnéticos y producen corriente que daña los aparatos.

 

La gravedad de una tormenta geomagnética depende de la energía liberada en la superficie solar. Los heliofísicos creen que cada medio milenio se produce una gran tormenta. Pero solo ahora, cuando nuestra civilización depende del buen funcionamiento de aparatos eléctricos y electrónicos, podemos sufrir realmente sus efectos. Existen previsiones de una tormenta geomagnética de una magnitud jamás experimentada en tiempos modernos, cuya potencia tendrá la capacidad de quemar ciertos dispositivos muy delicados instalados en todas las estaciones de distribución eléctrica. No se trataría de una simple avería. Ante la necesidad de reemplazar miles y miles de esas unidades, la población mundial se quedaría sin energía eléctrica durante días, semanas, y potencialmente meses, causando un caos como jamás se haya visto hasta la fecha. Uno de estos sucesos, a menor escala, ocurrió como hemos dicho en Canadá en 1989, y ello supuso 6 millones de personas sin corriente eléctrica durante 9 horas. Las pérdidas económicas fueron muy elevadas, pero la población mantuvo el tipo usando fuentes de luz y energéticas alternativas. Si eso pasara a escala global, difícilmente podría solucionarse antes de un período excesivamente largo de tiempo, lo que tendría consecuencias inimaginables. Sin electricidad, la economía colapsaría, dado que de ella dependen innumerables servicios, desde los bancarios hasta los industriales, los sistemas hospitalarios o la calefacción, los transportes o la iluminación nocturna. Nada de radio y televisión, nada de Internet, sistemas de navegación inoperativos, etc.

 

Lo peor es que los expertos están seguros de que antes o después, y en un plazo corto, llegará la tormenta geomagnética capaz de hacer todo este daño. Las empresas responsables deberían poner pues manos a la obra para reducir al máximo la vulnerabilidad del sistema. Una tormenta como la de 1921 podría acabar con cientos de transformadores eléctricos y dejar a cientos de millones de personas sin corriente, causando pérdidas del orden de billones de dólares. Una supertormenta aumentaría el problema a su máxima expresión, afectando a todo el mundo. (Fuente: NCYT Amazings)

 

 

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