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Redacción
Lunes, 30 de Marzo de 2020
Geología

El fin de la Tierra: supervolcanes y megatsunamis

Nuestra querida Tierra se muestra habitualmente amable con nosotros, permitiéndonos vivir en paz y tranquilidad, y disfrutando de todo lo que nos ofrece para ello. Pero en ocasiones se inquieta y nos ocasiona problemas. Ya conocemos lo que puede implicar una meteorología extrema, protagonizada por grandes desastres como sequías, inundaciones, etc. De hecho, incluso en el mejor y más habitable de los mundos puede surgir un día la sorpresa. Una sorpresa desagradable como un gran terremoto.

 

No resulta extraño saber que la Tierra ha temblado en alguna parte y que el consecuente terremoto ha causado miles de muertes, graves daños en las infraestructuras y problemas generalizados que impiden la habitabilidad de la zona afectada. Pero estos fenómenos son de índole más bien local o regional. No se producen, en la actualidad, terremotos de magnitudes tan grandes como para afectar a todo un continente o a todo el planeta a un tiempo. Ni siquiera secuencias de terremotos. La geología de la Tierra está bastante calmada, pero a veces nos reserva algunos sustos, como grandes erupciones volcánicas o tsunamis.

 

Si bien no esperamos terremotos a escala global (a menos que un acontecimiento inesperado, como el choque de un asteroide, los ocasionara), sí tenemos sospechas de que en algún momento del futuro podrían ocurrir manifestaciones gigantescas de algunos de estos desastres.

 

Los supervolcanes, por ejemplo, se hallan muy arriba en la escala de peligrosidad. Los volcanes normales, incluso los grandes, ocasionan una salida de gases y materia incandescente que podríamos calificar de razonable. Pero los geólogos creen que la Tierra ha visto en el pasado erupciones de supervolcanes cuyos efectos pasaron a ser globales, y que algunas podrían ocurrir en el futuro.

 

Lo más curioso es que un supervolcán no tiene que ser una estructura identificable como un volcán tradicional. De hecho, se llama así a grandes aglomeraciones de magma líquido situado en el subsuelo de ciertas regiones. El magma se acumula precisamente porque no tiene un cono volcánico por el que salir de forma periódica, así que acrecienta su presión hasta que esta se hace insoportable. Como ejemplo tenemos el supervolcán estadounidense de Yellowstone, un paraje natural maravilloso que no sugiere nada parecido pero bajo el cual se halla un reservorio de magma muy considerable. Los geólogos que lo han estudiado han comprobado que ha estallado varias veces en el pasado lejano, hace millones de años (el período habitual de actividad), y que durante esos episodios ha provocado graves daños locales y globales. Así, el supervolcán de Yellowstone, que ahora sigue acumulando magma, e inflando el terreno, llegó a lanzar al espacio rocas con tal virulencia que en una ocasión podrían haber cruzado el océano Atlántico.

 

Como sería el caso, un supervolcán tiene una capacidad de liberación de magma de al menos 50 veces la que produjo el famoso volcán Krakatoa. Sabemos perfectamente que este último ya ocasionó efectos terribles en su última erupción en 1883: su principal episodio liberó tanta energía como 7.000 bombas atómicas de Hiroshima y lanzó tanto polvo y gases a la atmósfera que redujo la intensidad de la luz solar sobre la superficie durante varios años. Esto implicó un significativo descenso de las temperaturas a nivel global. Pues bien, un supervolcán como el de Yellowstone, que podría explotar cada 500.000 o cada millón de años, tendría consecuencias mucho más funestas. Hace 2,1 millones de años, por ejemplo, estalló lanzando 2.450 km³ de materia a la superficie. La lava se desplazó a lo largo de miles de kilómetros a la redonda, creando nuevas formaciones geológicas y ocasionando la extinción de muchísimas especies. No se sabe cuándo podría volver a repetirse algo así. Lo único seguro es que ocurrirá de nuevo. Dentro de medio millón de años, quizá dentro de un millón de años, América del Norte será destruida casi por completo, y la materia enviada a la atmósfera nos sumirá en un invierno volcánico capaz de acabar con la civilización.

 

Los supervolcanes forman parte de la historia de la Tierra, solo que mientras el Hombre ha estado desarrollándose como especie no ha tenido la desgracia de encontrarse demasiado cerca de uno de ellos. Se cree que grandes extensiones volcánicas en Siberia pudieron contribuir a la extinción de los dinosaurios, rivalizando con el choque del famoso asteroide o cometa. Constituyen una característica física de la actividad geológica terrestre, de su tectónica de placas, y no se puede hacer nada para pararlos. Solo puede imaginarse que antes de que uno de ellos estalle, arrojará durante cientos sino miles de años señales de su disposición a explotar, proporcionando tiempo para prepararnos para la catástrofe.

Para evaluar correctamente sus consecuencia

s, los geólogos estudian supervolcanes de la antigüedad, algunos relativamente recientes. Se considera supererupciones aquellas que pueden lanzar al menos 1.000 km³ de magma al exterior, y ya se sabe que son suficientes para cubrir con cenizas zonas a miles de kilómetros de distancia, además de eliminar toda vida a cientos de kilómetros a la redonda. Imaginemos pues lo que hizo el ya citado supervolcán de Yellowstone, o el del Lago Toba, en Sumatra, que explotó hace 75.000 años y lanzó 2.800 km³ de magma. Se cree que este último fue responsable de una edad de hielo que acabó con más de la mitad de los humanos. El supervolcán de la Caldera de La Garita, en Colorado, Estados Unidos, fue aún peor, con 5.000 km³ de magma expulsado y enormes terremotos, pero ocurrió hace 27 millones de años. Los daños que produjo a los ecosistemas de la Tierra son inimaginables.

 

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Imagen satelital del volcán del Lago Toba. (Foto: NASA/Landsat)

 

Megatsunamis

 

Cuando un volcán estalla en el mar, puede crear una nueva isla. También puede ocurrir que una isla volcánica experimente una gran explosión que la destruya. En algunos de estos casos, puede suceder un efecto secundario no menos dañino: un megatsunami.

 

Los terremotos producen habitualmente tsunamis cuando tienen el epicentro en el mar. Sus efectos han sido registrados en imágenes durante años, y son bien conocidos los miles de muertos que han producido en las costas que afectaron. Un tsunami, en esencia, es una gigantesca ola que se desplaza a cierta velocidad, y que conforme se acerca a la costa, donde la profundidad es menor, se acelera y crece en altura y potencia. Una de estas olas puede llegar a varios kilómetros tierra adentro, arrasando todo a su paso, incluidas construcciones, vehículos e infraestructuras. Cuando el agua retorna al mar, se lleva con ella gran cantidad de escombros.

 

Pues bien, un megatsunami consiste en una ola cuya altura no se mide en unos pocos metros, sino en decenas, pudiendo alcanzar incluso miles de metros de altura. Su origen estaría en deslizamientos de tierra, tanto submarinos como costeros, pero también en impactos cósmicos, ocasionados por cuerpos procedentes del espacio, en el océano.

 

No hay ninguna duda de que se han producido megatsunamis en la Tierra. La razón es evidente: en el pasado, nuestro planeta ha sufrido el impacto de asteroides y cometas. Si alguno de ellos cayó en el océano, desplazó una enorme cantidad de agua, semejante a lo que ocurre cuando lanzamos una piedra en el agua, que forma aros concéntricos, pero a una escala formidable, creando olas de miles de metros de altura. El objeto que se considera contribuyó a la extinción de los dinosaurios y que cayó hace unos 65 millones de años, impactó en la península de Yucatán. Los expertos han calculado que tal evento, además de la destrucción inherente, debió levantar olas de 5 kilómetros de alto. Esto implica que el agua pudo haber arrasado literalmente todos los territorios de menor altitud.

 

Señales geológicas han permitido detectar los efectos de un megatsunami que sucedió hace 2,5 millones de años. Un asteroide de pequeño tamaño cayó en el Pacífico y creó una ola de 200 metros de altura que afectó Chile y la Antártida.

 

Si otro objeto espacial cayese hoy mismo en la Tierra, y lo hiciera en alguno de sus océanos, podría ocasionar un megatsunami que acabara con una buena parte de la población mundial, que no por casualidad vive en las cercanías de las orillas de los mares.

 

En ocasiones, el megatsunami es producido por un terremoto o una erupción que ocasiona un gran deslizamiento de tierras en una costa. Esa tierra cae de pronto al agua y desplaza una gran cantidad de agua, lo que crea una ola que se aleja de la zona y puede alcanzar lugares a miles de kilómetros de distancia. Esto ha pasado recientemente. Hace 8.000 años, el Etna sufrió uno de estos deslizamientos por una erupción y el material cayó al Mediterráneo, barriendo todas sus costas.

 

Conociendo los mecanismos que ocasiona un megatsunami, los expertos han buscado formaciones rocosas en el mundo cuya inestabilidad podría dar lugar a uno de ellos en un futuro cercano. Una de las zonas identificadas se halla en las islas Canarias. En La Palma, una isla volcánica, una erupción del Cumbre Vieja, ahora dormido, podría desencadenar un megatsunami. Cumbre Vieja no está apagado, así que algo así podría ocurrir, y entonces una buena parte de su lado occidental se desprendería y caería al Atlántico. Dicha parte tiene un volumen de unos 500 kilómetros cúbicos y al precipitarse al agua como un solo bloque ocasionaría una ola de 1.000 metros de alto, que iría avanzando por el Atlántico y reduciendo paulatinamente su altura. Para cuando llegase a América, menos de medio día después, la ola aún tendría unos 50 metros y penetraría en las costas americanas. Sus efectos se harían sentir también en Europa y África. Solo en Estados Unidos los muertos podrían contarse por decenas de millones, dado que se verían afectadas ciudades tan importantes como Washington D.C. o Nueva York.

 

Claramente, un suceso de esta naturaleza es altamente catastrófico, pero no supondría nuestro fin del mundo global. Sin embargo, las consecuencias que tendría para la economía mundial que zonas como las citadas se vieran paralizadas durante mucho tiempo, podría llevarnos a una era oscura de recesión y pobreza.

 

El gran terremoto de Tokio

 

Argumentos parecidos se han esgrimido cuando se ha hablado sobre Tokio. Se ha dicho repetidamente que esta gran ciudad japonesa está esperando literalmente el “gran terremoto”. Tal terremoto no afectaría al resto del mundo, desde el punto de vista sismológico, pero las consecuencias socioeconómicas que tendría no pueden ser ignoradas. Un terremoto lo bastante grande que destruyese la ciudad obligaría a una inmensa labor de reconstrucción. Japón, que tiene grandes inversiones en todo el mundo, podría reclamar todo ese dinero para la tarea. Si ello ocurriese en un corto plazo de tiempo, la economía mundial se desestabilizaría.

 

Nuestra civilización, en efecto, es más frágil de lo que parece, e incluso desastres de naturaleza local pueden tener efectos a gran escala. En un mundo interconectado, desde todos los puntos de vista, donde las bolsas suben y bajan ocasionando la euforia o el pánico en base a noticias de relativa trascendencia, todo es posible, incluso nuestra paralización social y la recesión indefinida, preludio de disturbios sociales, pobreza y hambre, debido a un simple terremoto en las antípodas de la Tierra.

 

La geología terrestre, por otra parte, nos reserva aún más sorpresas. Ya sabemos que nuestro planeta gira alrededor de un eje, pero que este se halla ligeramente inclinado, haciendo que la Tierra se mueva realmente como una peonza. La Luna se ocupa de mantener en buena parte esa inclinación, gracias a su influencia gravitatoria. Pero el Sol y los planetas ejercen también una cierta influencia. Si esta inclinación variara algo en el futuro, también lo haría el clima de la Tierra, y drásticamente.

 

La propia órbita de nuestro planeta podría influir en el clima. Según Milankovitch, lejos de ser una trayectoria fija alrededor del Sol, está sometida a una serie de ciclos debido a perturbaciones y precesiones que acaban afectando a su excentricidad, o lo que es lo mismo, existe una pequeña variación periódica en las distancias máximas y mínimas entre el Sol y la Tierra. En determinados momentos de la historia, la configuración de la órbita contribuiría a la aparición y desaparición de eras glaciales.

 

La Tierra, además, es un planeta tectónicamente activo. No podemos esperar que su superficie permanezca indefinidamente con el mismo aspecto. En el pasado solo existía un único continente sobre ella. Este se fragmentó y se abrió el océano Atlántico. Pero los continentes siguen desplazándose, a un ritmo de unos cuantos centímetros al año, situados sobre las placas tectónicas, que chocan entre sí, haciendo crecer cordilleras, o se deslizan unas bajo las otras. América chocará contra Asia, probablemente, y se volverá a formar un único supercontinente, o podría ocurrir que frene su alejamiento y vuelva atrás, dirigiéndose a Europa y África. Deben pasar, sin embargo, unos 100 millones de años para que ello suceda. Mientras tanto, en unos 50 millones de años, el Mediterráneo habrá desaparecido, y el movimiento de la Antártida hacia el Norte hará que su hielo se funda, elevando 90 metros la altura de los mares y afectando al clima.

 

El interior de la Tierra sigue estando caliente para mantener fluida la materia sobre la que se deslizan las placas tectónicas, gracias a que siguen desintegrándose materiales radiactivos en su núcleo. Mientras se mantenga la tectónica de placas, y con ello la subducción, parte del agua de los océanos será transportada hacia el subsuelo de la Tierra. Dentro de 1.000 millones de años, hasta el 27 por ciento del agua actual podría haber desaparecido de ese modo. El proceso continuará hasta que ese proceso llegue al 65 por ciento, cuando se alcance un cierto equilibrio.

 

La aparición de un nuevo supercontinente tendrá claros efectos. La meteorología variará drásticamente y bajarán las temperaturas sobre él, haciendo que se cubra de hielo. Por fin, podría volver a desmembrarse bajo una nueva oleada de vulcanismo, que lo llevaría a otro calentamiento climático.

 

Más adelante, será la evolución del núcleo terrestre lo que tendrá importancia en el futuro de la Tierra. Con este cada vez más frío, dentro de 3.000 o 4.000 millones de años empezará a solidificarse (ahora el hierro que lo compone está en estado líquido). Eso implicará el cese del funcionamiento del efecto dinamo y la desaparición de la magnetosfera terrestre, que nos protege del viento solar y de los rayos cósmicos. Además, las partículas de alta energía atacarán más fácilmente a la atmósfera, descomponiéndola y haciendo que el hidrógeno del vapor de agua escape al espacio. La Tierra se adentrará en una época inhóspita, lejana a las condiciones que un día la convirtieron en un mundo hospitalario para la aparición de la vida. (Fuente: NCYT Amazings)

 

 

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