Ecología
El fin de la Tierra: cuando el hombre es responsable
Por muy catastróficas que puedan parecer algunas de las situaciones naturales que nos lleven al fin del mundo, la mayoría de ellas muestran una incidencia que se mide en miles o millones de años. Por eso, algunos expertos opinan que deberíamos estar más preocupados por aquellas de las que el Hombre sería su completo responsable, porque podrían ocurrir mucho antes, quizá en décadas o siglos.
Se trata de situaciones que en algunos casos se pueden corregir con el tiempo, pero que requieren de una voluntad política y económica de la que parecen carecer quienes deben tomar las decisiones que nos afectan a todos.
El mundo no acabará porque la civilización humana se desintegre y regrese a la era de las cavernas, pero está claro que sería lamentable que la desaparición de esta tuviera una causa enteramente humana.
Pongamos como ejemplo el problema de nuestra dependencia de un recurso natural como es el petróleo. Lo utilizamos para fabricar materiales, y también como fuente de energía, pero también es un recurso no renovable, es decir, sus reservas naturales se agotarán antes o después. Dado que esta dependencia ha llegado a extremos considerables, es lícito preguntarse qué ocurrirá cuando se acabe el petróleo. Pues bien, no será necesario esperar a entonces para empezar a notar los efectos de su escasez. Desde los inicios de su explotación, la extracción de petróleo ha aumentado de forma constante debido a la demanda. Pero este crecimiento imparable no puede durar para siempre. Más allá de las oscilaciones normales, se espera que en breve se alcance el llamado pico o cenit del petróleo, aquel que marque el número máximo de barriles producidos en un año determinado. Cuando eso ocurra, habrá que preguntarse si ha sido debido a un descenso de la demanda (debido al uso de fuentes renovables), o a que empieza a escasear. En este último caso, el precio del oro negro empezará a subir.
(Crédito: Pixabay)
Algunas fuentes indican que el citado pico pudo ocurrir en 2010. También dicen que puede haber petróleo para un siglo más, pero que el ritmo de extracción irá disminuyendo, debido a que los yacimientos más sencillos de explotar ya se habrán agotado. Podrían descubrirse otros pero su extracción será más cara. Algo parecido ocurre con el gas natural. La cuestión es que si su precio empieza una carrera imparable de inflación, ello podría hacer tambalear la economía mundial. Los países necesitan del petróleo para sus sistemas de transporte, para hacer funcionar sus industrias, etc. Si su precio se hace inalcanzable, todo ello se dificulta o se encarece. El coste de los productos relacionados hará lo mismo, y se puede entrar en una espiral de pobreza y desempleo. En otras palabras, en un caos económico de alcance mundial. El petróleo también se usa en la industria de fertilizantes, y su falta podría hacer descender la producción de alimentos a nivel global, provocando hambrunas.
La única solución, al parecer, es dejar de depender de este recurso cuanto antes, y diversificarnos usando otras fuentes de energía. Todo esto se está haciendo ya en cierta medida, pero parece que existe una cierta inercia que impide que el petróleo sea abandonado, incluso aquel que aún no hemos gastado, porque hay que seguir rentabilizando las costosas infraestructuras construidas alrededor de este material. Los intereses mundiales al respecto son demasiado poderosos. Los científicos solo atisban una posibilidad de que los humanos dejemos de consumir combustibles fósiles, y es constatar que el daño que su quema está produciendo sea ya demasiado severo e incluso catastrófico. El cambio climático parece un hecho, y los derivados industriales de la cultura del petróleo están incrementando ciertas enfermedades como el cáncer debido a la contaminación.
En efecto, el uso de combustibles fósiles a gran escala ha hecho que la atmósfera esté viendo incrementados sus contenidos de dióxido de carbono desde el inicio de la era industrial. Este gas de efecto invernadero es el principal responsable del actual calentamiento climático global, cuyas consecuencias ya son conocidas. El casquete polar norte y muchos glaciares montañosos están perdiendo hielo año tras año, incrementando el nivel del mar. Los fenómenos climáticos se hacen más extremos y todo ello afectará a la habitabilidad de este planeta. Los expertos insisten en que hay que parar el vertido de CO2 a la atmósfera, e incluso reducir su presencia, para invertir la actual tendencia. Los mecanismos actuales de almacenamiento y secuestro, como los mares, los vegetales o las rocas, no pueden mantener el ritmo. Se ha propuesto atrapar el CO2 antes de que alcance la atmósfera y almacenarlo en reservorios subterráneos, pero aún hay ciertas incógnitas técnicas a resolver.
La Humanidad ya ha frenado una vez el vertido de sustancias perniciosas a la atmósfera. Lo hizo con los CFCs y otros compuestos perjudiciales para la capa del ozono, pero sus efectos aún se hacen sentir. El agujero en dicha capa sobre el polo sur no se ha cerrado todavía del todo y permite la entrada de radiaciones peligrosas para la vida. Afortunadamente, la Ciencia descubrió a tiempo lo que ocurría y se han podido tomar medidas. Frenar el CO2, en cambio, no es tan sencillo. Quizá si encontramos algún proceso químico que convierta a este gas en algo muy útil tendremos un incentivo especial para capturarlo. De momento, las cosas siguen empeorando y se espera que en el plazo de un siglo la temperatura haya subido varios grados, con las consecuencias que ello supone.
Por supuesto, los conflictos armados son potenciales puntos de partida hacia un doloroso fin del mundo. Una guerra nuclear, en particular, sería especialmente peligrosa. Durante décadas, las superpotencias han basado su defensa en disponer de un enorme número de cabezas nucleares, y misiles y bombarderos para lanzarlas. Es el llamado concepto de la destrucción mutua asegurada. Según esta doctrina, se creó un arsenal atómico suficiente para destruir varias veces la Tierra, de modo que nadie estaría interesado en iniciar una guerra nuclear dado que esta supondría también su propio fin. Con la finalización de la Guerra Fría y el desarme, se ha reducido mucho el número de cabezas atómicas, pero también han surgido países que han logrado esta tecnología, aumentando la inestabilidad. Así, una guerra nuclear podría estallar por un conflicto de poca importancia seguido de una escalada de amenazas, pero también por un fallo informático o un sabotaje del sistema que controla el lanzamiento de los misiles que permanecen en alerta de forma continuada. De una forma u otra, una guerra nuclear tendría consecuencias devastadoras.
Más allá de los efectos destructivos directos, en los puntos de impacto, habría que tener en cuenta aquellos relacionados con la letal radiación, que afectaría a millones de personas, animales y plantas. La recuperación de las infraestructuras y los edificios precisaría de un esfuerzo formidable en tiempos de guerra. La cantidad de escombros lanzados a la atmósfera podría crear también el llamado invierno nuclear, debido al oscurecimiento de la atmósfera durante muchos días, impidiendo la iluminación solar y afectando a la vida de muchos seres vivos. De una guerra nuclear se puede esperar mortandad a niveles masivos, enfermedad para los supervivientes e incluso cambio climático.
Un atisbo de lo que puede suponer lo tenemos en los accidentes nucleares, como el de Chernóbil, u otro reciente en Japón, que supusieron la liberación de materiales radiactivos a la atmósfera, expulsando a la población durante años de las zonas afectadas, debido a la contaminación de toda el área en muchos kilómetros a la redonda. Un accidente nuclear en una central productora de electricidad, sin embargo, palidecería ante una guerra nuclear.
Las guerras químicas, o las bacteriológicas, podrían ser igualmente letales. Las primeras, en función de su intensidad, podrían acabar con muchas personas, y las segundas, con buena parte de la población si los microorganismos letales utilizados se extendieran sin control. En general, las guerras nucleares, químicas y bacteriológicas pueden implicar efectos a gran escala que desvíen el rumbo de la civilización humana.
El desarrollo tecnológico no está exento de previsiones funestas. Se sabe por ejemplo que los ordenadores duplican su capacidad cada poco tiempo. Esa evolución los llevará algún día a niveles de potencia y quizá inteligencia cibernética que los hagan conscientes de su propia existencia. En ese momento, se ha propuesto la posibilidad de que asistamos a una rebelión de las máquinas, ante la que tendríamos dificultades para salir indemnes. Más aún, existe la tendencia recientemente iniciada de que todo tipo de dispositivo sea conectado a Internet para su acceso remoto. Se puede especular pues que todas esas máquinas interconectadas alcancen una especie de conciencia colectiva que las coloque con poder decisorio en ciertos aspectos de la sociedad. Si tenemos en cuenta que algunas podrían tener acceso a sistemas sensibles, como el control de presas, armas nucleares, operaciones en bolsa, etc., las consecuencias de su libre albedrío podrían ser extremadamente graves. Máquinas construyendo máquinas… una idea de la ciencia-ficción que no deja indiferente.
Otros avances revolucionarios, como la nanotecnología, deberían ser controlados muy de cerca. Se ha propuesto el uso de nanomáquinas, o dispositivos de tamaño nanométrico, para hacer reparaciones en el interior del cuerpo humano, controlar y reparar puentes, construir estructuras de tamaños imposibles, etc. En principio, estos diminutos aparatos deberían actuar siguiendo un programa bien diseñado, pero no es imposible imaginar un escenario de nanotecnología desbocada, casi invisible a la vista, capaz de producir graves daños en nuestro entorno.
La propia ciencia básica puede experimentar accidentes hasta ahora impensables. Conforme nos adentramos en el conocimiento de la materia, construimos máquinas como los aceleradores para obtener información sobre las partículas y las fuerzas de la naturaleza. Algunos han vaticinado que futuros dispositivos aún más potentes serán capaces de crear diminutos agujeros negros que no podremos controlar, o antimateria que ocasionará una gran destrucción. Parece claro que dichos avances deberán ir acompañados de estrictas medidas de seguridad y de simulaciones precisas de lo que se trata de hacer y sus posibles consecuencias.
Pocos campos de la ciencia están exentos de un cierto peligro. Ya se habla de avances que nos llevarán a lograr manipulaciones genéticas que permitan eliminar enfermedades hereditarias o adquiridas dependientes de nuestros genes. Pero al mismo tiempo, estas herramientas permitirán mejorar nuestro código genético y poner de manifiesto rasgos que nos interesen. En ese caso, siempre existirá el peligro de que una errónea manipulación implique cambios inadvertidos que nos arrastren a una situación inesperada, como la infertilidad, la susceptibilidad a ciertas enfermedades, etc.
La infertilidad, precisamente, es una de las preocupaciones de la medicina. Es un hecho que la fertilidad humana está descendiendo, ya sea por causas ajenas, como la alimentación, la contaminación, las radiaciones, etc., o por causas internas relacionadas con un declive biológico. Si esta tendencia no se invierte, podría suponerse que, algún día, no quedará nadie fértil para proseguir con la especie humana, y esta desaparecerá. Existe también otra tendencia en la que se aprecia que las personas más inteligentes suelen tener menos hijos, potenciales herederos genéticos de dicha inteligencia. Si esto es así, llegará un momento en que el nivel global de inteligencia descenderá, interrumpiendo la actual carrera del conocimiento y el desarrollo tecnológicos.
El problema contrario a la infertilidad, el derivado de la superpoblación, tampoco es desdeñable. Parece que conforme los países avanzan en su cuota de bienestar desciende su índice de natalidad, ya sea por razones económicas o biológicas. Pero por el momento, el número de nacimientos sigue siendo alto y se espera que la Tierra tenga una población tan elevada en el futuro que ello implique un alto costo en cuanto a la explotación de recursos. La no disponibilidad de suficientes alimentos puede llevar a la hambruna y al caos.
De un modo u otro, dependemos de esos recursos para sobrevivir. Su sobreexplotación podría agotar los recursos naturales y ello acabaría con nuestra civilización actual, que se mueve en base a su extracción y transformación. Este procedimiento, que culmina en el consumo, puede ir acompañado de la contaminación del ecosistema, en un grado que convierta la Tierra en inhabitable.
La economía está firmemente conectada a este ciclo de aprovechamiento de lo que nos ofrece la Tierra. Cualquier desequilibrio en esta cadena podría colapsarla, y con ello arrastrar a los países a la recesión, el paro y la ruina. A falta de otros activos más lucrativos, ya se está especulando con los alimentos de primera necesidad en la bolsa y en los mercados, incrementando su precio futuro. Una escalada podría dejar a países enteros sin posibilidad de poder comprar grano y otros alimentos imprescindibles.
Que se use a la agricultura como valor al que apostar y jugar es peligroso porque además, depende de factores incontrolables. Una mala meteorología puede desembocar en una mala cosecha y arruinar a todos los implicados. Pero en la actualidad podrían intervenir otros factores, como el cambio climático, capaz de perpetuar el ciclo negativo. Se sabe también que en algunas partes del mundo se está produciendo una crisis biológica con las abejas, uno de los principales agentes polinizadores. Las abejas se mueren sin que se sepa muy bien por qué, y en el futuro los campos podrían ver reducida su productividad debido a ello. El descenso de la producción, ante problemas como los citados, aumentaría su precio, su carestía y el hambre, disminuyendo el valor del dinero, incapaz de comprar lo que no hay.
Se han experimentado a pequeña escala situaciones que nos dan una idea de lo que podría suceder cuando la economía va mal. Los “cracks” bursátiles, el hundimiento de los mercados, ya han ocurrido en el mundo. Una afectación global, pues, podría provocar un estallido de conflictos sociales y laborales, e incluso suicidios y muertes violentas. Si bien la Humanidad puede recuperarse tras un acontecimiento de este tipo, es probable que ya nada vuelva a ser lo que era. (Fuente: NCYT Amazings)