Paleontología
Los verdaderos hábitos alimentarios de un primitivo ancestro de los cocodrilos
Los aetosaurios son un grupo de reptiles extintos que habitó a finales del Triásico, hace entre 200 y 230 millones de años. Se caracterizaban por tener el cuerpo cubierto por una coraza dorsal flexible compuesta por pequeñas placas óseas articuladas insertas en la piel llamadas osteodermos. Emparentados con los cocodrilos actuales, alcanzaron tal diversidad de géneros y especies que hay registros de su existencia en todo el planeta a excepción de lo que hoy es Australia y el continente antártico, con registros fósiles que indican que estuvo representado por ejemplares medianos y otros que superaron los seis metros de largo y alcanzaron gran robustez.
Si bien estudios previos los catalogaban como herbívoros, enseguida comenzó a pisar fuerte la hipótesis de que en realidad habrían sido, al menos, omnívoros. Fue de hecho el paleontólogo argentino José Bonaparte (1928-2020) quien lo propuso ya en la década de 1970.
Desde entonces, cada vez más equipos científicos han planteado que esas bestias quizá eran más carnívoras o insectívoras que herbívoras. La última evidencia confirma esta hipótesis al menos para una de las especies autóctonas del grupo, la Neoaetosauroides engaeus. Gracias a una herramienta computacional que permite, a partir de una reconstrucción en tres dimensiones del cráneo, simular los movimientos y fuerza que hacía al comer, unos científicos argentinos han llegado a la conclusión de que era zoófago, es decir que se alimentaba de otros animales, y que podía comer algún material vegetal solo ocasionalmente o por algún motivo en particular, como lo hacen los perros y gatos, por ejemplo, pero que de ninguna manera esa era su fuente principal.
“Los resultados del modelo digital nos muestran que era capaz de cazar animales medianos o pequeños, del tamaño de un conejo o un cabrito, y que también podía asaltar nidadas de dinosaurios y ser carroñero de especies mucho más grandes”, cuentan Julia B. Desojo y Jeremías Taborda, investigadores del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) en la Facultad de Ciencias Naturales y Museo (FCNyM) de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) y en el Centro de Investigaciones en Ciencias de la Tierra (CICTERRA, CONICET-UNC), respectivamente, y dos de los autores del trabajo. Además de las conclusiones alcanzadas, la principal novedad que se reporta tiene que ver con la aplicación de una herramienta de la ingeniería llamada análisis por elementos finitos (FEA, por sus siglas en inglés) a la biomecánica para responder a el interrogante sobre los hábitos alimenticios de este primitivo reptil.
Originalmente aplicada en la ingeniería, la técnica se utilizaba en el modelado para la construcción de puentes, edificios, aviones o carrocerías de autos, entre otros, ya que permite calcular cuánto peso podría soportar una estructura o cómo respondería frente un desplazamiento, por ejemplo. “Lo que antes se hacía con maquetas a escala, pasó a modelarse en un espacio virtual”, explica Taborda, quien combinó las tomografías computadas de tres cráneos parciales de ejemplares de N. engaeus provenientes de la unidad geológica Los Colorados, en La Rioja (Argentina), para reconstruir tridimensionalmente un cráneo completo que pudiera someter a diferentes pruebas de fuerza y movimiento. “Con este método, configuré todos los dientes, la estructura ósea y la musculatura cráneo mandibular y le asigné las propiedades elásticas y los valores de fuerza de contracción de los músculos en el cierre de la quijada”, agrega el coautor.
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Ilustración de un Neoaetosauroides engaeus asaltando un nido de dinosaurios. (Imagen: Santiago Druetta)
A través de las distintas pruebas mecánicas, los expertos midieron la fuerza de mordida en distintos puntos de la mandíbula, concretamente el extremo del hocico, el medio y la parte posterior. “Esos valores nos aportaron parámetros para pensar qué tipo de materiales podía tomar con la boca: si era capaz de romper huesos o, por el contrario, solo podía sujetar elementos blandos”, señala Taborda. Los ensayos siguieron con la aplicación de fuerzas externas al cráneo, ejerciendo presión lateral en el hocico o en el eje longitudinal, para simular la compresión sobre una presa que trata de escapar o el arrastre de algo grande y pesado. “De esta manera, observamos y tomamos nota de cómo responde estructuralmente el cráneo, cuánto estrés se acumula y en qué lugares”, agrega.
Las pruebas se completaron con la aplicación de una fuerza vertical en la punta del hocico, donde los aetosaurios tenían una expansión con forma de espátula, una característica que históricamente sirvió para defender la idea de que escarbaban el suelo en busca de alimento. “A través de distintos estudios se empezó a ver que no todas las especies tenían este elemento, sino solo algunos, y de otros directamente no se sabe porque no se han hallado los cráneos. De hecho, en los ejemplares utilizados para este trabajo está presente pero mucho más reducida de lo que se creía, y las simulaciones muestran que tiene poca resistencia, ya que se quiebra apenas se aplica algo de fuerza. Evidentemente, no lo utilizaban para hurgar en la tierra, y tampoco observamos ninguna otra evidencia de ingesta vegetal”, describe Desojo.
“Lo interesante del trabajo es que le agrega mucha complejidad al estudio de estas especies. Las primeras investigaciones eran solamente descriptivas de la morfología de sus dientes y hocicos, después comenzamos a hacer análisis más sofisticados y cuantitativos, y en 2009 publicamos una reconstrucción en dos dimensiones de la musculatura a través de un sistema de palancas. De ahí salieron algunas hipótesis que son las que ahora, con esta herramienta de la ingeniería que permite una visualización tridimensional mucho más exacta, pudimos corroborar”, reflexiona la investigadora.
El estudio se titula “Biomechanical skull study of the aetosaur neoatosauroides engaeus finite element analysis”. Y se ha publicado en la revista Ameghiniana de la Asociación Paleontológica Argentina. (Fuente: Mercedes Benialgo / CONICET. CC BY 2.5 AR)



