Astronáutica
El ritual antes del despegue espacial
La precariedad técnica era la característica sobresaliente en los emprendimientos espaciales de principios de la década de 1960. Todo era nuevo, todo era difícil, y los problemas se amontonaban con mayor velocidad que las soluciones, las cuales pasaban por disminuir todo lo posible el número de sistemas instalados a bordo para evitar que alguno de ellos fallara y estropeara la misión.
En una nave tripulada, esto era aún más acusado. La vida del astronauta dependía no solo de la integridad de su cápsula, sino también de los sistemas de soporte vital, que debían mantener un suministro adecuado de aire respirable, temperaturas dentro de un rango soportable, etc. Por otro lado, la duración de los viajes influiría grandemente en la sofisticación de los vehículos. Un vuelo corto permitiría ahorrar en consumibles y ayudaría al mismo tiempo a limitar las posibilidades de que algo saliera mal, así que los primeros lanzamientos tripulados al espacio contemplarían apenas un giro alrededor de la Tierra, antes de propiciar el regreso a la superficie terrestre.
Esta escasa duración posibilitaría asimismo solventar problemas como la alimentación a bordo, la evacuación o la acumulación de dióxido de carbono. La pionera misión del soviético Yuri Gagarin, por ejemplo, fue diseñada para lograr de la forma menos arriesgada posible los objetivos trazados, que simplemente consistían en enviar al espacio a un ser humano y devolverlo lo antes posible de nuevo a la Tierra. Gagarin, por tanto, carecería de muchas de las comodidades de las que sus sucesores disfrutarían, simplemente porque no llegaría a necesitarlas.
Consciente de ello, el intrépido cosmonauta inauguró, sin saberlo, una costumbre que desde entonces se ha hecho tradicional en todo vuelo espacial tripulado soviético-ruso. Después de muchas horas de preparativos, con el traje espacial puesto, el 12 de abril de 1961 Gagarin fue trasladado hacia la base del cohete en el que volaría al espacio. Viajó a bordo de una especie de autobús, acompañado por el compañero que actuaría como su reserva y por algunos de los miembros de la dirección del programa. Pero antes de llegar a su destino, sintió de pronto ganas de orinar. Sabía que si ello le pasaba en el espacio, aunque su periplo debía durar apenas una órbita, una hora y media, las cosas podrían complicarse en caso de que el despegue se retrasase y tuviese que pasar mucho tiempo dentro de su cápsula esperando la partida. Ni su traje estaba preparado para ello ni su nave estaba dotada con instalación alguna que resolviera esa hipotética necesidad.
Así pues, antes de llegar a la base de la rampa de lanzamiento, Gagarin solicitó una breve parada, se bajó del vehículo, se acercó a una de sus ruedas, concretamente la trasera derecha, sin importarle en absoluto lo que pensaran los demás, e hizo todo lo necesario para aliviarse allí mismo.
Gagarin acabó volando sin novedad al espacio, convirtiéndose en el primer hombre capaz de hacer algo semejante, y lo hizo con la tranquilidad de que ninguna urgencia fisiológica empañaría su estancia orbital.
Desde esa fecha, se ha convertido en una longeva tradición que todos los cosmonautas que parten hacia el espacio desde Baikonur orinen en la rueda de su autobús –en ese mismo lugar–, tanto si tienen ganas como sino. Dicen que ello les trae suerte, como se la trajo a Yuri Gagarin durante su peligroso vuelo.
La tradición está tan arraigada que nadie se atreve a no llevar a cabo dicha operación. Si es necesario, los y las cosmonautas transportan consigo una pequeña botella que contiene su orina, almacenada en otro momento, o en caso contrario, con agua, para acabar regando ceremoniosamente la rueda de su autobús. De hecho, esta es la alternativa más favorecida por los cosmonautas, ahora que su traje es mucho más complicado que el de Gagarin y se hace muy conveniente evitar quitarse ninguna parte de él.