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Redacción
Viernes, 03 de Mayo de 2024
Historia de la Astronáutica

Pero ¿hemos despegado o no?

Como puede imaginarse, los procesos que intervienen en el lanzamiento de un cohete espacial son sumamente complejos. En ellos intervienen comprobaciones de todo tipo para asegurar que el ascenso se lleve a cabo mediante un vehículo completamente libre de problemas. Ningún vector lanzador es enviado al espacio sin que todos los condicionantes que deben tenerse en cuenta hayan sido verificados y autorizados, ya sea de forma manual o automática.

 

Así que estos ingenios que parecen respirar sobre la zona de despegue poco antes de la partida, no se hallan simplemente situados sobre ella, libres, sino que están conectados a través de múltiples conductos eléctricos, hidráulicos y de propergoles a otros tantos sistemas que se ocuparán de asegurar que todo está en orden antes de la orden de disparo. Entonces, si toda va bien, todos estos cordones umbilicales se soltarán y permitirán que el cohete se aleje, cortando toda conexión con tierra.

 

Sin embargo, los cohetes poseen también cerebros electrónicos que permiten su autogobierno, de modo que si alguno de sus sistemas se encuentra fuera del rango previsto, pueden suspender automáticamente el lanzamiento para evitar un mal mayor. Ello sucede habitualmente durante el encendido de los motores: si algún parámetro de su configuración no resulta satisfactorio, el ordenador de a bordo puede impedir su activación o incluso apagarlos si esta ya se ha producido, todo ello en las primeras décimas de segundo previas al despegue, cuando el vehículo aún no ha logrado ascender sobre la plataforma. Todos estos sistemas de seguridad son fundamentales para proteger la misión y su carga, más aún cuando a bordo se hallan astronautas, incapaces de prestar atención simultánea a todo lo que está ocurriendo durante esta fase crucial.

 

Todo parece pues estar bien diseñado y pensado, pero a veces ocurren cosas que resultan del todo inexplicables, como sucedió durante el primer intento de lanzamiento de la astronave estadounidense Gemini-6A. Uno de los objetivos de las misiones de este programa consistía en practicar la maniobra fundamental del encuentro y acoplamiento entre dos vehículos, que se emplearía durante los viajes a la Luna. Ello implicaba el lanzamiento de dos naves de forma coordinada y con muy poca diferencia de tiempo. En efecto, el 4 de diciembre de 1965 se había lanzado la Gemini-7, con los astronautas Frank Borman y James Lovell a bordo. Una vez en órbita, los dos viajeros permanecerían varios días a la espera del despegue de sus compañeros Wally Schirra y Tom Stafford, que partirían en la Gemini-6A. Estos últimos debían abandonar de la Tierra en un momento muy concreto, para permitir el posterior encuentro con sus colegas en el espacio. Un retraso de algo más de un minuto y medio hubiera implicado esperar que la Gemini-7 efectuara toda una órbita adicional, para volver a situarse en la posición calculada, de modo que todo tendría que estar listo a tiempo en la Gemini-6A. Por fin, el 12 de diciembre, exactamente en el instante preciso, se encendían los motores del cohete Titan-II que debían impulsarles hacia su objetivo.

 

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Pero la actividad propulsiva del Titan duraría solo dos segundos. Detectando algún tipo de anomalía, sus dos motores se pararon. Conscientes de que algo había pasado, en la cápsula, Schirra y Stafford, listos para salir despedidos de la nave en sus asientos eyectables en caso de emergencia, recorrían frenéticos el panel de instrumentos, intentando averiguar las razones de lo sucedido. Y lo que vieron les sumió en la más profunda extrañeza: el reloj de a bordo, que avanzaba cuando la misión estaba en marcha, había pasado del momento cero y sugería que esto era efectivamente así. Pero ellos sabían que no se habían movido del suelo. Sin sentir aceleración alguna, era obvio que el vehículo no había despegado, y estaban, por tanto, en una emergencia. ¿Debían activar los asientos eyectables y tratar de ponerse a salvo, finiquitando la misión, antes de que el cohete pudiera explotar? ¿Qué decía su entrenamiento al respecto? Lo cierto es que nunca jamás habían ensayado una situación en la que la cápsula dijera que habían despegado, mientras que la razón decía todo lo contrario.

 

Fue entonces, apenas tres segundos después del incidente, cuando Schirra, al comprobar un aparente descenso de la presión del combustible, llegó a la conclusión de que realmente no se habían movido. Si se hubieran elevado, incluso apenas unos centímetros, la posterior caída hubiera provocado la destrucción del cohete. Estaban de una pieza, así que no se eyectarían, y esa decisión salvó su nave y la misión, que pudo retomarse poco después.

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