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Redacción
Martes, 25 de Febrero de 2020
Astronomía

El fin de la Tierra: la amenaza de Némesis y la huída de la Luna

No es habitual que una estrella evolucione en solitario (si descontamos su corte de planetas). Normalmente, dos o más de diferentes tamaños giran alrededor de un centro de masas común, formando lo que llamamos sistemas binarios, tripletes...

 

El cielo está lleno de este tipo de grupos estelares. Son muy abundantes debido a la naturaleza de la formación estelar, que lo favorece cuando surgen a partir de nubes de polvo y gas de gran tamaño. Los astrónomos piensan, sin embargo, que una configuración múltiple dificulta la posesión de sistemas planetarios estables, debido a las constantes perturbaciones a las que se verían sometidos.

 

El Sol posee un sistema de planetas en órbitas bastante aposentadas, siendo este uno de los secretos que han permitido la aparición de la vida en la Tierra. Esta evidencia se ha utilizado para confirmar que nuestra estrella es el único y solitario habitante estelar de esta región del espacio.

 

En 1983, sin embargo, surgió una corriente de opinión que sugería que el Sol también era un sistema binario. Su compañera se llamaría Némesis y se encontraría en una órbita elíptica que tardaría 26 millones de años en recorrer, alcanzando distancias respecto al Sol de entre 20.000 y 95.000 unidades astronómicas (una u.a. es equivalente a la distancia Tierra-Sol), lo cual explicaría por qué los planetas no han sido perturbados grandemente.

 

La teoría surgió para explicar un aparente ciclo periódico de extinciones masivas en la Tierra, que sucedería cada ese tiempo, de 26 a 30 millones de años. Ciertamente, el registro geológico indica que hay señales de un notable aumento de impactos en esas fechas, y que el próximo episodio podría ocurrir dentro de 15 millones de años.

 

Para justificar ese repetitivo pico de destrucción, los astrónomos propusieron que una estrella en la citada trayectoria atravesaría cada 26 millones de años la nube de Oort, la nube de cometas que se encuentra formando una especie de enjambre alrededor del Sol, a unas 50.000 unidades astronómicas. A su paso, los cometas serían perturbados y desplazados desde sus órbitas, iniciando una carrera hacia el interior del sistema solar, donde empezarían a impactar con los planetas, incluida la Tierra.

 

Los cometas nuevos que se descubren cada año proceden en su mayoría de la nube de Oort, ya que tienen un largo período. Se mantenían en su posición, moviéndose muy lentamente, hasta que algún tipo de perturbación, como la gravedad de una estrella lejana, un impacto, etc., los frenó en su camino, haciéndolos precipitarse hacia el Sol. Casi todos rodean a nuestra estrella y vuelven a alejarse, y probablemente no los veremos más, menos algunos que vuelven a ser perturbados por los planetas y reducen su afelio (distancia máxima al Sol), quedándose para siempre en el sistema solar interior.

 

Los patrocinadores de la teoría Némesis dicen precisamente que sería esta estrella compañera del Sol la que removería periódicamente la nube de Oort, provocando una caída masiva de cometas, algunos de los cuales podrían impactar contra la Tierra y provocar extinciones masivas. En la nube de Oort los cometas no son sino restos de hielo y escombros que quedaron de la formación del sistema planetario, y puede haberlos de pequeñas y grandes dimensiones. Un cometa de unos cientos de metros puede ser peligroso, pero uno de varios kilómetros puede ser radicalmente letal. Más aún si son varios los que percuten en un planeta en un corto período de tiempo.

 

Si la teoría de Némesis es correcta, es lícito preguntarse por qué no ha sido encontrada aún. No en vano el instrumental actual es mucho mejor que el de hace varias décadas. Los astrónomos consideran que su no detección puede deberse a su pequeño tamaño o a su bajo brillo. Uno de los tipos de estrella candidatos es la enana roja, y otro la enana marrón, que en realidad no es una estrella, sino un objeto cuyo tamaño se encuentra entre el de los gigantescos planetas gaseosos como Júpiter y el de las estrellas más pequeñas o enanas rojas. No tienen suficiente masa como para que en su núcleo las presiones y temperaturas alcancen las magnitudes críticas que desemboquen en la fusión nuclear de los materiales que las componen. Por tanto, podrían ser consideradas como estrellas fallidas. Sin embargo, eso no quiere decir que no emitan algo de calor. De hecho, gracias a los sensores infrarrojos de alta sensibilidad, en tierra y en el espacio, se han detectado ya varios miles de enanas marrones. No obstante, ninguna de ellas se halla a la distancia en la que podría esperarse encontrar a Némesis, ni se encuentran relacionadas con nuestra estrella.

 

Puede que solo sea cuestión de tiempo que podamos detectar a Némesis, o quizá simplemente no exista. Pero si no es algo real, algún otro mecanismo debe estar detrás de los picos de extinciones masivas que suceden cada 26 millones de años. Algo que, si la teoría de la perturbación de la nube de Oort es cierta, la ocasione con la periodicidad debida, como por ejemplo una interacción gravitatoria entre el plano galáctico y el plano del sistema solar.

 

Otros astrónomos, por su parte, sugieren que las señales de extinciones masivas cada cierto tiempo han sido erróneamente interpretadas, que el período entre ellas es mayor, o que es mucho más irregular de lo que aparenta. La teoría de Némesis, en ese caso, se tambalearía. De hecho, los satélites sensibles al infrarrojo actualmente en el espacio, que han hecho barridos completos del cielo, y cuya sensibilidad es tal que deberían localizar un objeto de esta naturaleza a menos de 10 años-luz de la Tierra, no han logrado encontrar nada hasta la fecha. Es el caso del observatorio WISE, que en una de sus revisiones infrarrojas no encontró ningún objeto mayor que Saturno a una distancia inferior a 10.000 unidades astronómicas, o mayor que Júpiter a menos de 26.000 unidades astronómicas (Plutón se halla a 40 unidades astronómicas). Némesis, Tyche, como también se la ha llamado, o incluso Planeta-X, pertenece pues todavía más al ámbito de la especulación que al de la realidad.

 

La posibilidad de que una visita cósmica pueda provocar nuestra extinción, sin embargo, seguirá latente. Por eso los instrumentos de los astrónomos continuarán efectuando revisiones intensivas del cielo en los años próximos, aumentando, con su sensibilidad, la posibilidad de detectar, no solo objetos rocosos como asteroides o planetas situados mucho más allá de Plutón, sino también posibles compañeros estelares de nuestro Sol.

 

¿Adiós a la Luna?

 

Y si una visita puede ser peligrosa, una huida lo puede ser también. Dicen que algunas cosas no parecen importantes hasta que se prescinde de ellas o las perdemos. La Luna, ese enorme astro en el cielo, parece sonreírnos eternamente desde el espacio. Pero ¿lo hará para siempre? ¿Qué ocurriría si nos dejara para no volver jamás?

 

Este planteamiento sirvió como pretexto para justificar el trepidante inicio de una serie de televisión de los años 70, “Espacio 1999”. Pero el espectáculo de ciencia-ficción que nos ofreció se centró básicamente en las aventuras que corrieron los habitantes de la colonia lunar situada en su superficie, y no prestó mucha atención a lo que el catastrófico fenómeno de la huida de Selene podría suponer para nuestro planeta.

 

Es obvio que la existencia de la Luna tiene importantes efectos sobre la Tierra y sus moradores. Todo el mundo conoce las mareas y sus consecuencias positivas, la influencia del ciclo lunar en la biología, etc. Así pues, cualquier modificación en la relación Tierra-Luna, acarrearía determinadas secuelas. ¿Está en peligro dicha relación?

 

La respuesta es ambigua. Los científicos saben muy bien que la Luna se está alejando de nosotros ahora mismo, pero muy lentamente, a razón de tan sólo 4 cm por año. Mediciones láser realizadas gracias a espejos situados sobre la superficie lunar por los astronautas del Apolo han permitido medir con exactitud la distancia que nos separa de ella, en cada punto de su órbita alrededor de nuestro planeta, y los cálculos confirman este alejamiento paulatino.

 

Para explicar esto debemos considerar al sistema Tierra/Luna como un todo. En la práctica, la Luna no gira alrededor de la Tierra, sino que ambos cuerpos lo hacen alrededor de un centro de masas común. Lo que ocurre es que dicho centro de masas se halla físicamente dentro de la propia Tierra (aunque no en su centro), debido a su muy superior masa, y por eso nos parece que la Luna nos rodea. En todo caso, planeta y satélite se mantienen muy relacionados gravitatoriamente, y lo que le pasa a uno, influye en el otro. Por ejemplo, la Tierra gira sobre sí misma; pero precisamente por la existencia de las mareas (los océanos se ven atraídos por la Luna y por el Sol), los fondos marinos friccionan con el agua, provocando una ralentización del período de giro. Es decir, el día terrestre se alarga paulatinamente, en una magnitud que actualmente se ha estimado en unos 1,5 milisegundos por siglo.

 

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(Crédito: Pixabay)

 

Esta es una cifra muy pequeña, inapreciable, pero cuando la vida de un planeta se mide en miles de millones de años, sus efectos acumulativos llegan a notarse. Así, en el pasado, la Luna estaba mucho más cerca de nosotros, y la Tierra giraba más rápido. Es un mecanismo físico que se retroalimenta: a medida que la Tierra gira más despacio, la pérdida de energía que ello implica hace que esta se transfiera a la Luna, que reaccionará a su vez alejándose del planeta madre, para mantener el equilibrio.

 

Por fortuna, se trata de un proceso enormemente lento, tanto que la Humanidad, cuya existencia (incluso considerando sus antepasados más lejanos) se mide en unos pocos millones de años, debería tener la oportunidad de adaptarse a sus consecuencias a medida que estas ocurran.

 

Pero imaginemos que la Luna nos abandonara súbitamente, como les ocurriera a los personajes de la serie de televisión. Por ejemplo, por algún tipo de catástrofe cósmica, como el impacto de un objeto de grandes dimensiones, o algo semejante (se ha hablado del paso inadvertido de un microagujero negro por sus cercanías, capaz de perturbar su órbita y lanzarla despedida hacia el exterior). Si la propia Tierra fuera capaz de sobrevivir a ese mismo evento destructor, ¿qué consecuencias deberíamos afrontar ante la ausencia de nuestra compañera celestial?

 

Ante todo, deberíamos tener en cuenta los efectos climáticos. La Luna tiene una influencia capital, ya que su presencia actúa a modo de “ancla” sobre el eje de rotación terrestre, cuya inclinación es precisamente la responsable de que existan las estaciones. Sin la Luna, dicho eje dejaría de estar siempre inclinado 23,5 grados. Y si esa cifra aumentara o disminuyera, el clima de la Tierra variaría erráticamente, con las consecuencias que ello conllevaría. Podría ocurrir que los desiertos pasaran a ser lugares húmedos, y viceversa. El hielo podría invadir durante siglos zonas ecuatoriales, y la Antártida derretirse por completo. Para las especies vivas, sería preciso adaptarse rápidamente o exponerse a la extinción.

 

Hay otro movimiento en el que la Luna ejerce su influencia, el de la precesión de los equinoccios. El eje de la Tierra, inclinado, como se ha dicho, apunta hacia un lugar determinado del espacio. Pero este punto no es fijo. Debido a la presencia de la Luna, el eje gira como el de una peonza, cubriendo una rotación completa cada 25.800 años. Ahora mismo dicho eje apunta más o menos hacia la estrella Polar, guiando a descubridores y exploradores del pasado reciente, pero eso no ha sido siempre así. Lo interesante es que si la Luna desapareciera, la precesión actual de los equinoccios desaparecería también, y esta sería sustituida por otra mucho más lenta, influida solo por la gravedad de otros astros más lejanos, como el Sol, Venus y Marte. En vez de apuntar hacia un punto de la bóveda celeste durante casi 200 años, la Tierra permanecería orientada de esa forma durante cientos de miles e incluso quizá millones de años, posiblemente hacia ningún punto útil de referencia.

 

La ausencia súbita y completa de la Luna, además, ocasionaría un aumento drástico de la velocidad de giro de nuestro planeta. De la misma manera que una bailarina de patinaje artístico gira más rápido cuando encoge sus brazos, sin la Luna (los brazos extendidos de la Tierra), nuestro mundo se vería obligado a aumentar su velocidad de giro y con ello reduciría la duración del ciclo que denominamos día. Pasaríamos de jornadas de 24 horas a otras con muchas menos, con las implicaciones que ello supondría en los ámbitos climático y biológico. Se ha hablado de días de 8 a 16 horas, durante los cuales aún se experimentarían las acostumbradas mañanas, tardes y noches, lo cual resultaría ser un marco temporal mucho más incómodo para la vida, acostumbrada al ciclo de 24 horas. Además, si nos fijamos en planetas con período rápido de rotación, como Júpiter, comprobaremos que un día corto propicia vientos mucho más fuertes y duraderos. En la Tierra, los huracanes de larga duración no serían precisamente bienvenidos. El propio proceso de aceleración del giro, si se produjera en poco tiempo, podría además provocar catástrofes geológicas inimaginables.

 

Antes del advenimiento de la tecnología, un cielo sin Luna significaba oscuridad casi absoluta. Su luz, en su cenit una vez al mes, ha tenido una importancia notable en el ciclo biológico de muchas especies. Su ausencia modificaría ese ciclo, dificultándolo.

 

Se dice incluso que la Luna jugó un papel único en la aparición de la vida. Si esta surgió de forma local, en los océanos, las mareas habrían contribuido a crear corrientes que mezclarían las aguas y acelerarían el proceso químico que dio paso a la vida. Hace 4.000 millones de años, además, la Luna estaba, como se ha dicho, mucho más cerca que ahora. Su influencia creando las mareas era mayor, y por tanto estas eran más potentes. Estudios recientes dicen que provocaban fluctuaciones de la salinidad de tal calibre, sobre todo en las costas, que podrían haber significado el pistoletazo de salida para la evolución de biomoléculas complejas como el ADN. Sin la Luna, este proceso, aún posible, habría sido mucho más lento y con toda probabilidad criaturas tan avanzadas como nosotros serían aún cosa de un futuro distante. Por fortuna, ahora que la vida se ha desarrollado plenamente, la huida del astro lunar ya no la afectaría de igual modo, evolutivamente hablando.

 

Desde otro punto de vista, los científicos consideran que nuestro satélite ejerce un escaso efecto gravitatorio sobre el cuerpo humano. Dado que este no es superior al que provoca el motor de una locomotora situado a 2 metros de distancia, la falta de la Luna no supondría una gran diferencia.

 

Son tantas las conexiones que la Humanidad ha hecho con la Luna que costaría entender el mundo en su ausencia. Aunque hay que reconocer que no sería lo mismo quedarnos sin ella ahora que hace unos cientos o miles de años. Que el Hombre no hubiera podido viajar hasta su superficie hubiera seguramente retrasado varias décadas los avances tecnológicos que dicha iniciativa supuso, por ejemplo. Pero de forma más amplia, la influencia lunar en nuestra sociedad se deja sentir desde tiempos inmemoriales. La mayor parte de los calendarios antiguos se basaron en el ciclo de 29 días de la Luna, y aún hay algunos que siguen haciéndolo. Es bastante probable pues que sin ella contáramos el paso del tiempo de forma distinta. No tendrían sentido los años de 12 meses, inspirados en el ciclo lunar.

 

La historia de las civilizaciones podría haber sido igualmente diferente. Se han citado ya potentes vientos dominando la meteorología mundial. En esas circunstancias, acontecimientos históricos, como los propiciados por la navegación marítima, quizá no hubieran podido ocurrir. Y dado que la presencia de la Luna es requisito fundamental para que ocurran eclipses de Luna y de Sol, quién sabe cuánto tiempo habría tenido que pasar para que los científicos de la antigüedad certificaran que nuestro planeta es redondo (como puede apreciarse cuando su sombra cruza la superficie lunar).

 

Existe una teoría que afirma que sin eclipses podría no existir siquiera inteligencia en nuestro planeta. Se da la coincidencia de que el Sol y la Luna tienen el mismo tamaño aparente en el cielo. Esto se debe a que, aunque nuestra estrella es 400 veces mayor, también está 400 veces más alejada. Gracias a ello, obtenemos lo que llamamos “eclipses perfectos”. La Luna tapa por completo el Sol pero no tanto como para impedirnos ver su corona. Si fuera mucho mayor, eso no ocurriría, y si fuera menor, la estrella sería aún demasiado luminosa como para mirarla. Se sabe que en la Tierra se han “visto” eclipses totales perfectos durante los últimos 150 millones de años, cuando la Luna alcanzó la distancia adecuada, y que continuará habiéndolos durante los próximos 150 millones de años. Pero esta cifra, que parece grande, es solo un 5 por ciento de la edad de la Tierra. Qué maravillosa casualidad que la especie humana se encuentre aquí precisamente durante esa estrecha franja de tiempo para poder contemplar el espectáculo. O puede que no. El sistema solar tiene decenas de lunas, pero solo desde la Tierra es posible ver un eclipse perfecto. Ante ello, algunos científicos sostienen que esta podría ser una condición previa ineludible para la aparición de vida inteligente. Lo justifican diciendo que, poder ver un eclipse perfecto implica al mismo tiempo una posición adecuada de la Luna, y ello lleva aparejado una estabilidad climática que ha hecho habitable a nuestro mundo. Otros planetas con lunas mayores o menores, o colocadas estas a distancias menos interesantes, carecen de eclipses perfectos, y por la misma razón, serían inhabitables.

 

La Luna y la Tierra se están ejerciendo una tensión gravitatoria mutua constante. Es como si existiera un grueso cable tendido entre una y otra, lo bastante fuerte como para no romperse. Pero nuestro planeta no solo experimenta la influencia gravitatoria lunar en la forma de las mareas marinas. Su propio interior responde a esta atracción y muchos científicos creen que tiene un papel importante en su actividad geológica, como el vulcanismo y el movimiento de deriva de los continentes.

 

Hay un caso extremo en el sistema solar que muestra esta situación. La luna Ío, alrededor de Júpiter, posee volcanes activos. La potencia gravitatoria del planeta gigante deforma al satélite, y su interior se calienta enormemente. De la misma manera, los geólogos piensan que si la Luna desapareciese, el interior terrestre vería reducida su actividad, si bien en escasa medida, con consecuencias por estudiar.

 

Otra cuestión que preocupa a los expertos es la energía que de una manera o de otra reutiliza la Tierra por la influencia de la Luna. La gravedad provoca las mareas, y el agua, al responder elásticamente, se ve obligada a gestionar una enorme cantidad de energía. Hasta hace poco desconocíamos adónde va a parar toda esa energía. Recientes investigaciones vía satélite sugieren que la energía ocasionada por la influencia de la gravedad lunar se disipa por la acción de las olas que golpean las costas, y durante la fricción entre el agua y el fondo marino. ¿Qué ocurriría si hubiera menos energía que disipar, debido a que la Luna no existiese? La erosión costera, que transforma su orografía, podría cambiar. Pero existiría un efecto aún más importante a considerar. Es la energía presente en los océanos (de variados orígenes) la que permite mantener la circulación del agua oceánica a gran escala, sobre todo la de las aguas calientes superficiales, que se mezclan con las existentes en las profundidades abisales. Las corrientes transportan agua caliente hacia el fondo y agua fría hacia la superficie (también nutrientes), actuando como una verdadera cinta transportadora, y son esenciales para el equilibrio térmico de los mares, garantizando la habitabilidad tanto de ellos como del resto del planeta. Todo este mecanismo precisa de unos 2 teravatios de energía, de modo que si elimináramos la energía suministrada por las mareas de origen lunar, tan solo dispondríamos de la proporcionada por los vientos, que apenas alcanza la mitad de lo necesario. La perturbación de este mecanismo, responsable, por ejemplo, de enviar agua caliente hacia las costas de Europa occidental, y de mantener su clima templado, ocasionaría graves trastornos, trayendo una era glacial al Viejo Continente.

 

¿Y si tuviéramos dos lunas? La formación de la Luna tiene orígenes catastróficos. Se cree que, en un momento inicial del sistema solar, dos planetas, uno de ellos con la masa de Marte y el otro la Tierra primitiva, chocaron entre sí. El impacto fue tan violento que el primero fue destruido y la Tierra sufrió una dentellada que precisó de algún tiempo para cicatrizar. De los restos orbitando a nuestro mundo incandescente, surgió, con el paso del tiempo, la Luna, formada por material procedente del planeta errante y de la propia Tierra.

 

En la actualidad, un fenómeno de este calibre es impensable, al menos a esta escala. Que sepamos, no hay cuerpos de tamaño planetario orbitando en rutas de colisión con la Tierra. No es posible esperar que se forme una segunda luna por ese infernal procedimiento.

 

En cambio sí es más probable que uno de los innumerables objetos de mucho menor tamaño y que denominamos asteroides o planetoides, pase cerca de nuestro planeta y sea capturado por él. (Fuente: NCYT Amazings)

 

 

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